Por Germán Ayala Osorio
Rodolfo Hernández Suárez es fruto de
una construcción mediática. De eso no hay duda. Eso sí, hay que decir que su
irrupción en el escenario electoral fue aupada por el uribismo, sector de poder
que le apostó a ganar con Federico Gutiérrez, pero también con el procaz
exalcalde de Bucaramanga; por supuesto que hay que darles crédito a los
especialistas en marketing político, pues construyeron en poco tiempo una
figura política que, aunque grotesca, logró calar en lo más básico, iletrado y
poco civilizado de la sociedad colombiana. Que haya gente formada y
estructurada que los acompañen, en especial al ingeniero Hernández, responde
más a intereses económicos y cálculos políticos, que a una lógica
comportamental fundada en la comprensión de sus nefastas formas de asumir el
poder. Y no se descarta, por supuesto, algún nivel de mezquindad y un denodado
antipetrismo.
Hernández comparte con Álvaro Uribe
esas mismas circunstancias, eso sí, hay que decir que el ascenso del hijo de
Salgar se dio en unas condiciones contextuales bien diferentes a las que hoy
enfrenta como candidato presidencial el basto, violento y ordinario exalcalde
de la ciudad de Bucaramanga.
Eso sí, no insistiré en esta columna
en el “proyecto de país” que dice tener Hernández Suárez, como tampoco en el
oscuro legado del “presidente eterno”. No. Dedico estas líneas a la condición
de viejos que comparten estos dos políticos.
Tanto Uribe como Hernández
envejecieron sin haber alcanzado un nivel intelectual que les permita exhibir
una mediana sabiduría. Tendrán experiencias que contar y muchas mañas, pero muy
poca capacidad para actuar con cordura y sapiencia. Y es así, porque son hijos
de padres y madres maltratadoras y de una sociedad que desdeña de los viejos,
pero evita que los sueños de los jóvenes se alcancen a través de la educación y
el ingenio. De igual manera, son el resultado de un sistema capitalista y de un
régimen de poder que subvaloran el buen juicio y el trabajo intelectual. Uribe
y Hernández odian a los profesores, en especial, a aquellos que, a través del
pensamiento crítico, deconstruyen sus mendaces discursos. Por el contrario,
ambos exaltan la viveza y la capacidad para sacar ventaja de los demás. Son
curtidos mañosos, con una especial inteligencia para manipular las leyes y las
conciencias.
Insisto, Hernández y Uribe llegaron
al ocaso de sus vidas no solo imputados por delitos graves de corrupción, sino
con niveles muy bajos de sabiduría. Qué triste final el de estos personajes de
la vida política del país: buscando el poder para frenar la acción de la
justicia.
Lo más triste de todo es que fueron y
son aún ejemplo para muchos ciudadanos colombianos que los ven como referentes
de éxito. Acumular riqueza y amasar grandes fortunas, a través de artimañas y
“jugaditas” les evitó el trabajo y la angustia de asumir la vejez como una
etapa reflexiva, angustiante no por saber que la muerte se acerca, sino por la
obligación de llegar a la senectud habiendo convertido la experiencia de vivir,
en una sabiduría de alcance universal.
Qué miserables son hoy las vidas de
Uribe y Hernández. Ambos, envilecidos por el poder, en lugar de aportar a la
reconstrucción de la nación, decidieron consolidar emporios familiares; en vez
de jugársela por liderar procesos civilizatorios soportados en el respeto de
las diferencias, le apostaron a recrear disímiles formas de violencia y
exclusiones. Los dos, amigos de los atajos, son acérrimos enemigos de las
instituciones y de la institucionalidad estatal. Uribe, por ejemplo, jamás
estuvo interesado en comportarse como un estadista. Su baja altura moral y su
acomodaticia ética, apenas si le permitieron obrar como un “rufián de esquina”,
calificativo preciso con el que Juan Manuel Santos le dio el lugar merecido a
quien se formó para mandar, no para gobernar.
Ambos, poco leídos, son la más clara
representación de una sociedad que no lee; son vástagos del machismo, de la
ruindad, de la incapacidad para dialogar; de la misoginia que florece en la
sociedad conservadora que aún somos. Son, Uribe y Hernández, insignes
representantes de esa Colombia de machos cabríos que prefieren los golpes, los
puños y la bala, a la entrega dialogada de argumentos. Insisto, qué miserable
manera de envejecer.
Imagen tomada de semana.com
Excelente análisis de este par de bandidazos que agazapados hoy se unen para seguir enriqueciéndose mientras burlan la justicia. Son como dos gotas de agua.
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