Por Germán Ayala Osorio,
comunicador social y politólogo
Debido al “duelo nacional” por la eliminación de la Selección Colombia
de Fútbol de Mayores del Mundial de Rusia (2018) y a los asesinatos
sistemáticos de líderes y lideresas sociales, medioambientales y reclamantes de
tierras, decidí recuperar una columna[1]
que escribí el 2 de diciembre de 2016. Si bien los hechos que motivaron la
redacción de dicha columna son diferentes a los que hoy ocupan a la opinión pública
y a la Gran Prensa futboleras, estos comparten una misma circunstancia social y
psicológica: la selectiva solidaridad que exhiben los colombianos
cuando se trata de acompañar a las víctimas de la violencia política
(paramilitar) que se resiste a desaparecer en Colombia, a pesar del proceso de
paz adelantado entre el Gobierno de Santos y las Farc.
Hoy, hay drama por la eliminación del combinado nacional, como lo hubo en su
momento cuando el pueblo futbolero se lamentó por la lesión del
delantero, Radamel Falcao García[2]. Pero subsiste poco interés mediático, gubernamental y social por la empresa
criminal, estatal y privada que está detrás de la muerte de más de un centenar
de líderes y lideresas desde 2016.
Recupero esta columna con el propósito de llamar la atención de aquellos
sectores sociales a los que les duele más la pérdida de un partido de fútbol,
que la vida de cientos de compatriotas asesinados con la anuencia del Estado. Es
claro que como sociedad debemos revisar muy bien el lugar que le damos al
fútbol, frente al que le damos a la vida y a la imperiosa necesidad de
asumirnos como ciudadanos solidarios y críticos de un Régimen de poder que
coadyuva a la desaparición física y cultural de indígenas, afro colombianos y
campesinos.
El escenario no podía resultar más
conmovedor: el estadio Atanasio Girardot, de Medellín, Colombia, repleto de
hinchas del fútbol, afligidos y en franca actitud de acompañamiento a los
familiares de los jugadores del equipo que enfrentaría al Atlético Nacional, en
el primer partido de la final (Copa Sudamericana), y que murieron en el
siniestro aéreo registrado muy cerca del aeropuerto de Rionegro.
Resulta difícil no conmoverse ante
semejante tragedia: un avión, en el que viajaba el equipo de fútbol
Chapecoense, del Brasil, se precipitó a tierra, con el saldo trágico que la
opinión pública, nacional e internacional, ya conoce.
La convocatoria a honrar,
masivamente, la vida de los jugadores que murieron en el siniestro aéreo, se
explica por el lugar que le hemos dado al fútbol, como deporte espectáculo.
Anclado en lo más profundo de las entrañas de millones de colombianos, el
fútbol convoca, atrae, distrae, mueve y conmueve a las masas, aupadas, claro
está, por la fuerza arrolladora y enceguecedora de los Medios masivos. Hasta
allí una simple constatación cultural.
En cualquier circunstancia en la que
la muerte se presente ante nosotros, a través de los Medios masivos, queremos
saber quién murió, cómo murió y por qué murió. Pero ello no se traduce,
inexorablemente, en que el insuceso de expiración de la vida, registrado bajo
la selectiva lógica noticiosa, haga que pasemos de la curiosidad, a la
solidaridad.
Prueba de lo anterior es el asesinato
selectivo de líderes sociales, indígenas, campesinos, defensores de
derechos humanos y del medio ambiente, así como de reclamantes de tierras y
militantes de Marcha Patriótica. La cifra da cuenta de más 70 ciudadanos
asesinados, solo en 2016. A pesar del registro noticioso y de la
preocupación expresada del actual Gobierno, las demostraciones de solidaridad
no alcanzan ni para llenar una plaza pública. Y mucho menos, para llenar un
estadio de fútbol. He allí otra simple constatación cultural.
Me pregunto: ¿por qué resulta tan
aparentemente fácil llenar un estadio de fútbol (con cerca de 40 mil personas)
para rendir homenaje a los jugadores que perecieron a su llegada a Medellín y
tan relativamente difícil movilizarnos para defender la vida de compatriotas
que sobreviven en difíciles condiciones de vida, por la constante amenaza de
grupos al margen de la ley, en el contexto de un degradado conflicto armado y
de prácticas infames de múltiples violencias?
Intentaré responderme el
interrogante. En primer lugar, como ya se dijo líneas atrás, el lugar
preponderante que en nuestras vidas le hemos dado al fútbol, hace que
reduzcamos nuestra capacidad de asombro y las respuestas solidarias, a todo lo
que tenga relación directa con esa disciplina deportiva y deporte espectáculo.
Así entonces, la pasión por el fútbol serviría de coraza social y política no
solo para protegernos de los problemas de violencia que a
diario vive el país, sino para no reconocer las dimensiones sociales,
económicas, étnicas y políticas que subyacen a esas múltiples violencias que
exhibe Colombia históricamente.
En segundo lugar, la solidaria y
masiva respuesta de la gente del fútbol, de Medellín y de otras ciudades, se
entiende por el adolorido cubrimiento periodístico-noticioso de unas empresas
mediáticas que saben explotar económicamente la pasión por el fútbol, cada que
juega la selección Colombia de Mayores y en las transmisiones de los partidos
del rentado nacional. De allí que del cubrimiento noticioso se pueda colegir lo
siguiente: ¡es que se murió un equipo de fútbol¡ y además, ¡iba a
enfrentar una final con el Nacional, el Rey de Copas¡ Es una
verdadera tragedia, ¡porque el fútbol no tiene fronteras¡ Al
parecer, nada ni nadie más importante que la vida de los jugadores de fútbol.
Muchos elevaron a los jugadores fallecidos al estatus de Héroes, vencidos, eso
sí, por la fatalidad. El calificativo, claro está, no alcanzó para el resto de
los ocupantes de la aeronave siniestrada.
Y en tercer y último lugar, podría
explicarse la masiva reacción de dolor y de solidaridad en momentos de dolor,
porque cuando amplificamos nuestra condición de Hinchas del Fútbol,
identitariamente borramos a todos aquellos grupos humanos que histórica y
sistemáticamente han sido víctimas del acoso de los actores armados, en el
marco de un degradado conflicto armado interno. Lo anterior se alimenta por una
no declarada animadversión que como citadinos sentimos y profesamos contra
todos aquellos que sobreviven en el sector rural: afrocolombianos, campesinos e
indígenas, símbolos del atraso, de la pereza y de la malicia de ese
país que nos avergüenza.
Adenda: paz en la tumba para todas las personas que viajaban en el avión
siniestrado. Y para todos, recordarles que la muerte es una certeza y que la
vida es un sinuoso camino lleno de incertidumbres y avatares, que termina
cuando llega la hora de partir. Lo demás, son veleidades, discursos y
justificaciones.
Imagen tomada de depor.com
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